Preguntarse por lo queer es tomar la oportunidad de extraviar la respuesta. Porque lo queer nos sorprende siempre desde el titubeo del lenguaje a la hora de escoger el género que somos, el titubeo cuando asumimos el riesgo de lanzarnos fuera de la ruta recta —“straight”—, de andar al sesgo, fuera del camino de la cabra. Sobre todo, lo queer tiene que ver con asumir una sexualidad des-orientada, aceptar que nuestro cuerpo es tan nomádico como nuestra mente. Dejar que nuestro cuerpo también sea otro del que es.
Lo queer no termina en el ser o no ser homosexual o lesbiana. Se refiere a asumirse como constante proyecto en perpetua invención, a ser siempre hechura propia. Decidir sobre nuestro propio cuerpo y desarrollar los usos para nuestra personalísima máquina humana es la ocasión de lo queer.
Ese es el asunto primordial que exploran Carmen Oquendo Villar y José Correa Vigier, co-directores del largometraje documental titulado La aguja. El film, editado por Carla Cavina y producido por Felipe Tewes, asedia los procesos de esa invención, los medios y las posibilidades que cualquiera tiene de aferrarse a lo queer. En esta ocasión, el agente de cambio se llama José Quiñones, una especie de chamán contemporáneo quien, como los santeros en las botánicas, administra ungüentos, pócimas y otras substancias a una enorme diversidad de personas a quienes urge reparar un cuerpo maltrecho, viejo o feo. Mujeres y hombres de todos los lugares de la sociedad se dan cita en la casa de Quiñones para alcanzar la perfección física y entrar a las huestes de la normalidad gracias al buen tino de una aguja.
Prostitutas trans, guapos de barrio, esposos tranquilos, doñitas sesentonas, obreros discapacitados, muchachos recién entrados en la adolescencia, muchachitas enamorás, policías, maestros de escuela, Pepa y Pancha, Pedro y Perencejo apuestan a las substancias mágicas que administra Quiñones para convertirse en otros de los que son.
La aguja es, a primera vista, un film chato, lleno de la comidilla y el chismorreo del diario vivir en un barrio cualquiera. Un film que nada ambiciona sino dejar que el ojo curioso se aferre a las imágenes inconexas y trilladas del melodrama callejero. Bien mirado, es otra cosa: una aventura bastante agitada que nos permite recorrer los caminos del deseo —deseos ingenuos y comunes; deseos urgentes, desesperados casi; deseos mortales; y deseos vitales. Todos los deseantes colocan su esperanza y su entusiasmo en las dotes transformadoras de Quiñones, un homosexual buenazo quien se ocupa de cada uno de sus “pacientes”, tanto física como emocionalmente.
Persona comprometida con el bienestar del Otro, buen consejero, diligente y entregado a sus labores de comadrona emocional —porque te ayuda a parir tu nuevo “yo”— este chamán reina en los afectos de un vecindario cada vez más populoso y que no reconoce las fronteras municipales de Santurce. El mundo de Quiñones es enorme: tiene exactamente la extensión de su enorme fama. Casi todos le llaman “el salvador.”
Filmada en Santurce y editada gracias al apoyo de la Corporación de Cine de Puerto Rico, La aguja desafía géneros sexuales, costumbres, clases sociales, nacionalidades, lugar de procedencia, la división cada vez más borrosa entre la verdad y la mentira, la decencia y la indecencia, la moralidad y el bienestar. Ni empieza ni termina, pues carece de una trama tradicional: el film comienza en medio de la cosa y así mismo termina, como si nos permitiera asomarnos por un rato a una realidad cuyos cambios generales no son tan impactantes como los cambios que perciben los individuos particulares que pululan en este espacio. Cada personaje de este film es síntoma de una apetencia, y su propósito no es otro que mostrarnos “lo que hay” en el oscuro fondo de la variopinta alma humana.
Vaya —y lo digo de una vez— el film es fundamentalmente cómico… en la medida en que nos reímos de nuestras ambiciones para así disimular que las queremos ver logradas, aunque sean descabelladas. Por eso mismo el film tiene su sesgo nostálgico: el cambio llega o no llega, y el fracaso en alcanzar la belleza o el cuerpo perfecto con las pócimas de un chamán de barrio es una ruta casi forzosa hacia la melancolía. Pues, al no alcanzar la belleza deseada, no perdemos la perfección, sino que nos perdemos a nosotros mismos.
Carmen Oquendo Villar y José Correa-Vigier han tocado con la punta de su aguja un punto neurálgico de nuestro cuerpo caribeño: mulato, rechoncho, chumbo o demasiado nalgudo, zambo o cuellicorto. Han tocado el deseo de alcanzar lo que nuestro Luis Palés Matos llamó el cuerpo perfecto del Otro y la triste realidad de alcanzar apenas la imitación macaca de éste. Somos lo que somos. Y ni la Centella Asiática inyectada en el glúteo ni el biopolímero administrado por vena semanalmente en los pómulos fláccidos podrá volvernos esos otros que queremos ser. Parece que tendremos que aprender a ser los Otros que nosotros ya somos, tendremos que aprender a vernos con sosiego desde la band’allá. Y para lograr esa visión de lo mismo como lo otro tendremos que salirnos del camino trillado y tratar de entrar por el ojo de la aguja.
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