Mi premisa es que la literatura carece de anclajes realistas firmes una vez remplazadas las antiguas categorías de realidad por los modos de lo documental. Lo documental aparece en la narración no ya como prueba de verismo o veracidad, u objetividad, sino como indicio que modela con nuevos límites la idea de ficción y de representación. Por otro lado, la idea de naturaleza sigue estando en la base problemática de la literatura, cuando directamente no se considera que es irrepresentable. No solo debido al agotamiento de las formas discursivas vinculadas con lo natural, celebratorias o elegíacas, sino porque la naturaleza como tal, en estado silvestre, ya sólo puede ser propuesta como inspiración utópica. En este contexto los animales serían los únicos individuos capaces de asumir una suerte de emulación alternativa de la naturaleza, al modo de esos emisarios de civilizaciones demasiado lejanas y acaso abolidas, y al mismo tiempo contribuir, en gran medida gracias a que son prueba de sí mismos, a las ficciones arraigadas ambiguamente en lo documental.
Los animales son la parte del mundo más coloreada por la indeterminación. Esto los hace únicos como agentes de significado. La indeterminación proviene, lógicamente, de nuestra dificultad para dirimir, frente a ellos, entre especie e individuo; y más extensivamente, entre instinto y voluntad. Los animales tienen una suerte de lengua franca. Son, paradójicamente, elementos de un idioma común. Y como ocurre con todo idioma, sus elementos carecen de relaciones predeterminadas con el significado. Los animales sirven para decir cosas diferentes.
En una de las fotos que hay junto a mi escritorio, un hombre carga cinco “cochinitos”, faenados y cabeza abajo. La foto está tomada desde atrás. En la mano libre tiene una libreta de reparto y seguramente va hacia alguna carnicería cercana. Es normal que me distraiga en esta imagen; no sólo porque reconozco esa zona de Caracas que llegué a frecuentar bastante, sino porque estos cerditos, mudos en su condición inerte, asumen una voz prestada, en primer lugar por el repartidor que los lleva y en segundo lugar por quien ha tomado la fotografía. (Pertenece a Esso Álvarez, incluida en el calendario 2006 del Museo Jacobo Borges, de Caracas.)
Me pongo a mirar la foto y aun cuando lo haga seguido se impone siempre una confirmación. De estas bestias no se esperaba alguna trascendencia especial. Tampoco esperaba nada quien las fotografió, por cuanto, supongo, no las eligió porque fueran ellas mismas, digamos porque las conociera, sino porque componían un racimo de cerdos sacrificados y colgaban sobre unas espaldas también anónimas. Luego, una vez tomada la fotografía, más allá de lo que el fotógrafo haya buscado expresar, estos animales asumen una presencia ambigua, ya que siguen siendo anónimos pero su existencia puntual, aunque también indiferenciada, ha quedado registrada. A la inercia de su peso muerto se suma la inercia de la imagen que los revela, aunque ambas inercias tengan una dirección opuesta. Uno podría decir que el episodio se inscribe en la larga tradición icónica referida a animales de granja, vivos o muertos, a bestias preparadas para exaltar banquetes, a escenas de caza, de faena, de defensa, etc. Pero en primer lugar está la anécdota original, el uso que la foto testimonia, o sea, el modo de repartir cochinos en Caracas a comienzos o mediados de los 90. (Como si en el vínculo con los animales nunca pudiera obviarse el aspecto sacrificial. En el extremo: el altar sangriento sin animales de Charles Simic en “Butcher Shop”.)
Cuando me distraigo mirando la foto pienso que no puedo negar su naturaleza anecdótica, en el sentido de casual, por el hecho de estar junto a mi escritorio. Pero en este caso lo anecdótico contiene, si puede decirse así, una semilla trascendental. A veces observamos imágenes de frigoríficos o establecimientos avícolas, y nos impacta la escala de las proporciones y volúmenes físicos implicados, y el diseño de los procesos, organizados como cadenas industriales de montaje. Puede que uno se impresione frente a esas proporciones y esa serialidad. Sin embargo adquieren trascendencia, desde mi punto de vista, porque los sistemas y engranajes destinados a reproducir o procesar cuerpos animales anuncian que jamás se detendrán –al igual, por otra parte, que el hombre que carga los cinco chanchitos, que suponemos efectúa el reparto varias veces cada mañana--.
De este modo, la foto me lleva a pensar que se trata de algo así como un Sísifo contemporáneo. No el único, naturalmente. Cada mañana cargando la ristra de animales (cuerpos enteros, medias partes o cuartos, o empaques gigantes de órganos, miembros o simplemente huesos, etc.), con la certeza de que al día siguiente la labor se renovará. No la misma piedra, no los mismos animales, sino otros distintos pero a la vez los mismos. La tarea ardua y permanente del repartidor se basa sin embargo en un dato extremadamente puntual: somos muchos quienes comemos carne y la reclamamos todos los días, bajo cualquier forma.
Me parece evidente que esa conexión alimenticia entre personas y animales se irradia también hasta el vínculo con los animales que no se comen. Frente a ellos existe como posibilidad, por otra parte de ida y vuelta, como amenaza más o menos velada. No hace falta mencionar ejemplos puntuales de escasez extrema para saber que eso es posible, y es cierto que no tendrían que pasar muchos días antes de que decidamos probar cosas habitualmente vedadas. Pero no quiero referirme a esto sino como matriz: creo que a partir de esta circunstancia, esta especie de contingencia que va desde lo simbólico hasta lo nutricional, el uso de los animales precisa ocultar, o distraer, a veces, esa eventualidad, digamos, devoradora. Y pienso también que su presencia, la representación de ellos, funciona en ocasiones como subterfugio que busca disipar el pesar o remordimiento que subyace a las cruentas relaciones con los animales.
Voy a tomar algunos casos a manera de ejemplos sobre ese tipo de relaciones. Están referidas en general a mascotas. No quiero decir que los dueños busquen o amenacen con comerlas. Más bien que la apropiación imaginaria que hacen de ellas refleja obviamente la sumisión física. Sumisión cuyos términos, y en esto consiste la extendida tragedia de los animales, pero no solo de ellos, los dueños nunca serán capaces de precisar.
La película Animal Love del austríaco Ulrich Seidl es un documental sobre mascotas, especialmente perros, y personas que viven en los bordes del sistema económico. Los eternos invisibles de las ciudades: pobres, anacrónicos, muchas veces desquiciados, cursis. La película viene a decir que la gente no articulada ni glamorosa, la gente común, la mayoría, también tiene perros, tiene derecho a amarlos y comparte con ellos las migajas no solo materiales que reciben. El film exhibe la relación autónoma, celosa y afiebrada que cada dueño puede tramar con su mascota. Uno de sus méritos es mostrar sin sentimentalismos que con los animales se establecen relaciones equivalentes a las humanas, y que esa capacidad se comprueba frente a los animales aun cuando falle o esté ausente en el trato con el prójimo. La cámara acompaña a los entrevistados en sus recorridos y se detiene también en los lugares habituales, más o menos sórdidos.
A medida que avanza, el relato de Seidl va produciendo un malestar difícil de precisar: los animales se encuentran a merced de sus dueños, y padecen sus taras; y son los dueños quienes necesitan en primer lugar “tenerlos”. Poseerlos significa someter a los animales como accesorios portátiles adaptados a las reacciones rutinarias o no, demenciales, o rígidas y fugaces, en función del humor y sentimientos de los dueños. Puede ser un amor pequeño, cruel o irracional; grande, honesto o enfermizo. No importa el tamaño del cariño para que sea bueno o malo. Es cierto que este tipo de relación entre amo y mascota no es exclusiva de la gente marginal, pero al enfocarse en ese mundo, una de las cosas que la película muestra de modo preciso, creo, es que los animales poseen la virtud de rescatarnos de lo anónimo, o más bien nos exceptúan de ello: brindan simulacros de identidad. La identidad del animal, de por sí obtusa, se revierte sobre la borrosa identidad del dueño. El dueño premia al animal con la posesión, una identidad prestada, digamos, ya que es una extensión de la propia individualidad.
En la narrativa, hay dos formatos básicos de presencia animal. Es una clasificación probablemente gruesa y esquemática, pero quizá permita acercarse al valor o sentido que se pone en esas representaciones.
Una modalidad es la representación del animal sin relación firme con el personaje o la peripecia. Es el caso por ejemplo de W.G. Sebald, que se caracteriza más por el uso de animales no individualizados, o sea, que representan la especie, como una estrategia de agregación comprensiva de la formación moral o psicológica del protagonista. Esta estrategia es solidaria con la perspectiva naturalista, o aproximadamente naturalista. Porque así como Sebald no es exactamente romántico cuando describe el mundo natural y sus propios recorridos, generalmente a pie, por lugares abiertos, es también desviadamente naturalista al describir a los animales. Ejemplo de ello son los párrafos dedicados en Austerlitz a las polillas y mariposas nocturnas, en los que el joven Austerlitz y su amigo Gerald reciben del tío Alphonso una lección sobre estos seres que incluye en un mismo movimiento la clasificación entomológica, la retórica de la observación empírica y el comentario moral.
La segunda modalidad, más extendida, es incluir al individuo animal en la estela del personaje o del narrador. Un caso contemporáneo es el de Mario Levrero. Por ejemplo El discurso vacío o La novela luminosa. Bitácora de un neurótico, El discurso vacío relata diversos tipos de aventuras: una recomposición moral y psicológica, un mejoramiento caligráfico, peripecias laborales y registros de observación de conducta animal. Creo que en la oscilación entre la determinación derivada del conocimiento general de los animales, o sea una determinación de principio, e indeterminación proveniente de la condición genérica de cada uno de ellos, o sea, una indeterminación de sentido, se resuelve buena parte de la forma como Levrero realiza operaciones conceptuales con los animales, porque mezcla un procedimiento de observación obsesiva --adosado a la neurastenia del narrador, que sucumbe a sesiones de conductismo con perros, palomas o gatos--, con la severidad de un científico y la disciplina de un maniático.
Los animales de Levrero están unidos al drama del narrador; pero están unidos como ayudantes, como compañeros de ruta, no como simples irradiadores de significado. (Como sería el caso, por ejemplo, de “Una burla bien lograda”, de Italo Svevo, donde la dedicación del protagonista a los gorriones matutinos del barrio, se predica como un símbolo de la soledad, del vacío literario del escritor y de la avidez interesada del público.) Pero los animales de Levrero tampoco son ayudantes típicos: no transfieren dones, no resuelven misterios ni realizan mandatos. Levrero por ejemplo dice: “Después, durante unos cuantos días más, el perro fue el vivo retrato de Sartre: ...” (p. 80). El animal se recupera luego de ser emboscado por un gato, pero uno de sus ojos mira ahora hacia otro lado. La frase puede entenderse como síntoma o emblema de las estrategias de representación animal, y particularmente es una muestra del mecanismo de Levrero para proyectar sobre ese plafón documental-realista compuesto por sujetos animales que permanente o azarosamente se cruzan en su vida, valores o premisas ideológicas personales. Tenemos un perro individual; por otro lado hay un icono de la cultura del siglo xx, no únicamente de la literatura, o sea el rostro de Sartre, para describirlo. Sartre viene a ser el modelo, el índice discursivo, lo que conocemos todos, por lo menos lo que el narrador supone que todos conocen, y el perro es el fenómeno individual, aunque a la vez es lo más sencillo de presuponer por su condición genérica. Sartre particulariza al animal, es su efecto de realidad, también dota al perro de unos atributos contemplativos que difícilmente le pertenecieran antes de descubierta la relación; y a la vez el perro, como consecuencia de su naturaleza disponible, se propone como una reverberación de Sartre. Los animales vendrían a ser barriles sin fondo de significado.
Dos casos ejemplares en la literatura en el siglo xix no son completamente diferentes respecto de Levrero. Se trata de “Los crímenes de la calle Morgue” y “Un corazón simple”. Ambos animales proceden del mundo colonial, con toda su estela de predicamento exotista y naturaleza salvaje. En el caso de Poe, aquella fuerza se materializa socialmente (como dice Piglia, el cuento resulta de la conversión de lo gótico y lo fantasmal en social y urbano: el chimpancé viene a ser la amenaza anónima de lo mundo social dentro de la ciudad). Lo inexplicable se ha trastornado como peligro dirigido. En Flaubert, el loro adopta los atributos de la mundanidad burguesa, y luego es un elemento ornamental variable. Va del icono decorativo a la reliquia simbólico religiosa. Están las fantásticas descripciones del “habla” de estos animales: en el caso de Poe, todos los testigos asignan a la bestia una lengua equivocada: es el idioma que no conocen. En el caso de Flaubert, el loro adquiere su verdadera lengua sólo con Felicidad. La contemplación prostera de Felicidad identifica a Lou-lou, el loro, con el Espíritu Santo. Levrero descubre a Sartre en el perro estrábico. Los testigos de Poe, al no haberlo visto, asignan al chimpancé la lengua para ellos más ignorada.
Podría decirse que esa disponibilidad con que siempre se ha visto a los animales hoy permite la existencia de una verdadera fábrica de significados generales y usualmente opcionales. Si antes los animales podían estar asociados a las culturas locales y a la tradición artística, a las jerarquías morales, al costumbrismo y las tensiones históricas intelectuales, ahora son una especie de salvoconducto simbólico por los que se mueven sentidos de diferente escala. Hay dos ejemplos para mí de este formato. Uno proviene de la pintura y es Walton Ford. El otro es Carlos Busqued. Su novela, Bajo este sol tremendo, es interesante porque tiene los dos formatos básicos de incorporación animal: el animal como mascota, como individuo cercano en el que reverberan los avatares del protagonista, y el animal como especie, como fetiche documental o icono de vida silvestre. Busqued incorpora los documentales televisivos de animales como discurso cultural que paradójicamente humaniza la bestialidad de los protagonistas: ninguna otra cosa los mueve a proyectar sentimientos humanos. Al igual que en varias películas de mafiosos, una inesperada ternura ante las inapelables tragedias de la vida silvestre es contrapunto de la permanente y ciega insensibilidad ante la crueldad propia.
Por su parte, Ford utiliza para su serie Bestiarium descripciones míticas y testimonios coloniales. Las breves citas sirven como leyenda de las escenas representadas, estableciendo con ellas, casi inevitablemente, una relación irónica. La ironía se produce en el encuentro entre leyenda e imagen. La imagen dice mucho más de lo que la leyenda no dice, porque a través de la imagen advertimos aquello, en realidad una mínima parte, que la leyenda calla pero nosotros como sujetos históricos conocemos. En su recordado ensayo “¿Por qué miramos a los animales?”, John Berger inscribe los grabados de Grandville como uno de los primeros hitos en el proceso de paulatina desaparición de los animales. Según Berger, disfrazados de hombres dejan de ser bestias que desde su condición intervienen en la jerarquía simbólica de los valores y las costumbres, para pasar a ser “prisioneros de la situación humana / social en la que están atrapados”. Uno podría decir que los animales hiperrealistas de Ford, en un punto actual en que los animales en general ya están completamente invisibilizados del trabajo e imaginación humanos, claman con su lujo de colores y detalles por un regreso simbólico a la escena previa al descubrimiento naturalista registrado por la cita.
Resumiendo: puede variar lo que los animales digan o quieran decirnos. Pero cualquier cosa que sea la expresarán sin mayor énfasis porque su voz es siempre prestada. Solamente una maquinación divina hubiera sido capaz de planear de este modo esa trágica convivencia con nuestros propios actos, porque a estas alturas, todo relato con o sobre animales es un epifenómeno de la larga cadena de crueldades que los individuos de nuestra especie infligen al resto de todas ellas.
Sergio Chejfec enseña en el Programa de escritura creativa en español de la Universidad de Nueva York. Escribe novelas y ensayos. Algunos de sus títulos: Boca de lobo; La experiencia dramática; Baroni: un viaje; Los planetas. Algunas de sus novelas traducidas han sido publicadas en Estados Unidos por Open Letter.
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