Palabras de la dramaturga, poetisa y actriz colombiana Patricia Ariza en la entrega del doctorado honoris causa, conferido por el Instituto Superior de Arte en La Habana, el pasado 20 de enero
En estos tiempos en los que vivimos en plena crisis del capitalismo, todo parece ser hostil al arte. La industria del entretenimiento lo ha ido copando todo y pretende convertir al mundo en una gran platea de espectadores que presencien su propia desmovilización. Una vez que los ha capturado mediante la seducción del consumo, les crece una nueva piel impermeable. Y desde esa nueva piel ejercen pasividad. Lo primero que les sucede es que se les destierra el afecto y la solidaridad.
Allí se les representa ―con novedosos lenguajes del entretenimiento― un universo de relaciones humanas, mediadas por imágenes seductoras que corresponden a una especie de segunda vida que se muestra con más apariencia de realidad que la verdadera.
En esa trampa han ido cayendo muchos hacedores de arte. Porque es un universo muy atractivo del cual forman parte no solo muchas obras de arte y de teatro que circulan por los festivales, sino la publicidad y las diversas formas de comunicación con todas las nuevas tecnologías a su servicio.
Un servicio que permite a los capturados y pasivos espectadores vivir, de ahí en adelante, de ilusiones. Por último se les destierra todo atisbo de rebeldía y, de esa manera, se desmovilizan pueblos enteros, países y culturas.
Muy pocos espectadores y artistas ven los hilos que se esconden en la traescena. Porque detrás está la maquinaria de las multinacionales que pretenden monopolizar la verdad. El chip esta insertado ya. Se trata de una desmovilización en serie, mediante la nueva arma, la seducción que es la nueva arma, un arma que es adquirida por la víctima. Y que, además de enriquecer al victimario, apacigua la víctima capturada, pero le da la ilusión de tener en sus manos el control.
Ya la platea no es sola espectadora, como dijo con lucidez extrema Guy Debord, forma parte de la sociedad del espectáculo, una sociedad que ha ido perdiendo la posibilidad de verse a sí misma porque el libreto del pensamiento único no parece no estar a su alcance.
Los artistas tenemos que saber en qué lugar nos colocamos.
Recibir el honoris es una causa que verdaderamente me honra y lo digo con alegría. Honra, porque en mi caso, además de ser un reconocimiento a los saberes aprendidos y acumulados, proviene de Cuba, un país que ha sido y es mi segunda casa-patria y matria, que me ha posibilitado reconocer, en medio del bloqueo más atroz del imperio, el que ―dicho sea por mí ahora, y no de paso como se acostumbra― condeno por milésima vez.
Como decía, Cuba nos ha permitido reconocer saberes y sabidurías inéditos de otros y otras y acceder a creaciones artísticas de decenas de escritores y escritoras marginalizados y minorizados de América Latina y El Caribe. Me ha posibilitado leer sus poemas, escuchar sus canciones y vivir sus relatos. Y me lo ha permitido a mí y a muchos de mis amigos y compatriotas. Cuba ha ejercido una manera cultural de enfrentar y romper el bloqueo desde la puesta en comunicación de los que no tenían la oportunidad de comunicarse. Desde los que no teníamos esa oportunidad.
Eso lo ha hecho Cuba en con sus publicaciones y encuentros. Ha conectado las sociedades de América Latina y El Caribe entre sí desde la creación en el arte. Y las conexiones desde la cultura son indestructibles.
Gracias a esta resistencia activa, hemos podido reconocer que tenemos una memoria compartida y que por lo tanto somos presente. De manera que no es lo mismo este honor a la causa más noble de todas, el saber, si proviniera de otro lugar o de otra universidad del mundo. Es un honor especial. Porque en este caso, el lugar y la universidad cuentan. Es que desde Cuba muchos y muchas hemos podido hacer posgrados como autodidactas porque nos hemos reconocido en la otredad no solo del saber sino del afecto al hermano y a la hermana.
Ya no somos los mismos ni las mismas desde que leímos a Pesoa, a Galeano de América Latina y a Soyinka de Nigeria.
Ahora somos continente en las letras y en las artes. Estamos contenidos en una geografía y en un tiempo histórico, pero también en muchas otras nociones del tiempo que no son fácilmente reconocibles.
Honra este honoris y valga la redundancia, porque deja ver que la Academia de este país es capaz de ver con otros ojos la experiencia del autodidacta y en este caso de la autodidacta del arte, del arte del teatro, un arte de minuciosa elaboración que cuesta muchos años aprenderlo porque es un arte que trabaja con la condición humana, con el comportamiento. Honra porque viene del ISA, un instituto al que le reconozco no solo muchos de sus egresados, sino muchos de los temas que han surgido de los grandes debates sobre el arte y la cultura
Yo vengo de un país que tiene nombre de paloma pero que no está en paz. Se llama Colombia, queda en el norte del sur, en la esquina de Suramérica. Tiene un millón y 140.000 kilómetros cuadrados, 46 millones de habitantes, dos océanos, dos ríos gigantes que lo cruzan: uno a lo largo, el Magdalena y otro, el Orinoco en la parte selvática, en diagonal. Es un país atravesado, además, por tres cordilleras. De manera que tiene todas las alturas posibles. Eso nos permite tener gente de la montaña y de la costa, del llano y de la selva amazónica.
Hace veinte años se encontró la comunidad de indígenas NUKAK MAKU, una de las últimas comunidades auténticamente nómadas del mundo. Son personas muy ágiles, de baja estatura, que vivían desnudos selva adentro y quienes, con la colonización y la nueva vida sedentaria, han ido muriendo de gripa, extraña enfermedad que ellos y sus cuerpos desconocían.
Según el Instituto de Antropología hablamos todavía ochenta y seis lenguas, entre ellas el inglés de San Andrés islas.
Tenemos el bullerengue y la cumbia, el bambuco y el vallenato entre muchos otros ritmos diversos. Esto todo lo tenemos, a pesar de la guerra, que la tenemos hace cincuenta años y que tuvo como origen el reclamo de unos campesinos por un puñado de tierra. La tierra les fue negada y su reclamo respondido con un inclemente bombardeo.
Esto quiere decir que hace cincuenta años vivo, vivimos, en medio de un conflicto social y armado agudo que nos condiciona, nos acosa y a la vez nos interpela. Nos acosa porque no hay un día que abramos las páginas de los periódicos y dejemos de encontrarnos con la noticia de masacres y crímenes cometidos por paramilitares, con los asesinatos a dirigentes de izquierda o con el despojo de tierras a los campesinos. Nos acosa porque no podemos limitarnos a narrar el conflicto sin involucrarnos en él.
Y nos interpela porque nos cuestiona qué hacer frente a lo que pasa. Algunos estamos irremediablemente contaminados por lo que pasa y no intentamos deshacer esa afección. La única cura posible es hacer el trámite en el arte y sacarlo todo a la luz, ponerlo en escena y buscar juntos y juntas salidas iluminadoras que nos permitan cambiar colectivamente esta dolorosa tendencia de resolverlo todo con la sangre.
No estamos por encima del conflicto. No somos mejores que el conflicto, pero no queremos para nada ser inferiores a su solución.
Este conflicto cuesta la muerte diaria de decenas de jóvenes, que suman ya miles y miles que provienen de las familias más pobres entre todos los pobres. Ellos se enrolan, a veces como única posibilidad de futuro, en alguno de los ejércitos del conflicto y mueren y mueren y mueren. Las mujeres que sobreviven asumen la jefatura de la familia, cargan los heridos, el duelo y la memoria y se desplazan con lo que pueden de sus lugares de origen.
Y comienza un nuevo ciclo infernal de exclusión que parece ya una marcha interminable de víctimas. Son 4 millones de desplazados, la mayoría mujeres que han abandonado tierras fértiles en las que ahora se siembran biocombustibles.
Algunos desde el poder creen que la única salida está en la guerra y le apuestan con el apoyo del imperio en millones de millones, a un Plan macabro que se llama paradójicamente Plan Colombia, pero que nada tiene que ver con nosotros. Le apuestan a esa salida. Y con esos millones se ha cambiado el mapa. En muchos lugares donde había parcelas campesinas y donde se producían alimentos, ahora se siembran biocombustibles. En esos lugares ya no hay desplazamiento por la guerra, sino guerra para que haya desplazamiento.
Ese plan es el intento de apagar un incendio con gasolina, pero además es un gran negocio. Sobre Colombia ―arriba de los ríos, las selvas y las montañas― se ciernen los más grandes y jugosos negocios de armas y drogas.
Desde la resistencia civil y cultural, sabemos que la única salida es la negociación política a la que se le oponen los mercaderes de la guerra.
Tengo el honor de haber participado con Santiago García en la fundación del teatro La Candelaria, un centro independiente del arte y la cultura, que fundamos hace cuarenta y cinco años y que se consolidó como grupo de teatro estable con un repertorio de obras de dramaturgia nacional, una metodología de trabajo que cambia y se enriquece cada día, un teatro para 250 personas, un pensamiento filosófico y estético, y un público crítico que es la joya de la corona que nos acompaña siempre.
Este grupo no solo sobrevive. Este grupo, bajo la dirección de Santiago García, no se detiene. No se ha detenido un solo día en su tarea de crear nuevas obras de dramaturgia nacional que den cuenta de los tiempos en que vivimos, pero también del entorno.
La Candelaria ha desarrollado una matriz de creación colectiva que combina ―de manera dialéctica y compleja― la intuición de los actores y actrices con las herramientas del análisis y de la puesta en escena. Ahora estamos sumergidos en investigar la relación personal individual del actor y de la actriz, su autorreferencia en las obras y su irreductible presencia escénica.
Este camino nos ha dado el saber estético de cuestionar la propia metodología en cada nueva creación, y, la posibilidad de dejarnos sorprender a nosotros mismos y mismas con las obras que emergen. Esas obras son casi siempre ―porque no todas las veces caza el tigre― nuevas miradas de la sociedad, surgidas de la imaginación creadora de los actores y actrices del grupo. Ellos y ellas, los integrantes, son, somos, en últimas, los poetas de la escena, porque sobre nosotros y nosotras es que recae la relación última y horizontal de la obra de teatro.
Santiago ha estado allí desde el primer día como una especie de genio estimulador, instigador en la creación de imágenes que subyacen bajo la piel de los actores y actrices, Es por eso, que cada año y medio en promedio, estrenamos una nueva experiencia, y aunque nos demoremos en crear las obras, es verdad, ellas se demoran también muchos años después en el repertorio del teatro.
Tengo el honor también de haber participado en la fundación de la Corporación Colombiana de Teatro, una entidad que promueve la organización de dos grandes festivales de teatro, uno de ellos el Alternativo, un acontecimiento cultural que se hace de manera paralela al Festival Iberoamericano. Y otro, el de mujeres en Escena por la paz. Desde allí, desde la Corporación Colombiana de Teatro que presido, surgen también grandes proyectos populares que buscan establecer nexos perdurables para la reparación de las víctimas y el arribo algún día del Nunca Jamás otra guerra.
Estos proyectos nos posibilitan extender el laboratorio del teatro a la calle con las víctimas, en un trabajo multidisciplinario. Estamos empeñados y empeñadas en reconstituir los hilos rotos por el desafecto y la violencia.
Estamos empeñados en buscar nuevos lenguajes para habitar los espacios públicos, las calles, las plazas y los monumentos. Estamos buscando voces para que la capacidad de rebelión frente a la Sociedad del Espectáculo, surgida de la Sociedad que todo lo volvió mercado, no se borre.
Es que de nada vale querer involucrar el teatro con la otredad si no es también para que el teatro se reinvente cada vez a sí mismo. A través de grandes performances masivas y de actos poético-políticos, estamos ocupando lugares del poder para dar testimonio de la resistencia cultural, con la voz y el cuerpo de las víctimas, pero también estamos dando testimonio de nuestro paso por la existencia.
Ofrezco este honor a mi grupo de teatro, La Candelaria, a Santiago García, mi director y a Enrique Buenaventura ―este último fallecido ya―, dos de mis maestros. A la CCT y a los compañeros de Rapsoda, a mis amigos entrañables de Cuba, a Marcia Leiseca que fue la primera persona que conocí en Cuba cuando vine por primera vez en 1966, a Helmo Hernández, a Wilfredo, a Roxana y a Raquel, a la Doctora Pogolotti. A mi compañero Carlos Satizabal, a Catalina García, mi hija, y a mis nietos Simón y Santiago, a mi amiga Chila que vino desde Colombia. Y a la vida por esta oportunidad.
Muchas Gracias,
Patricia Ariza