Resumen:
En los últimos tiempos, en el marco de una reconfiguración de los debates éticos y políticos en torno del problema de la animalidad que algunos estudiosos han designado como giro animal, la crítica literaria comienza a abordar la tensión conceptual a la que la zooliteratura contemporánea somete el denominado “discurso de la especie”. Para ello parece ineludible, por un lado, el establecimiento de un fluido diálogo con la corriente filosófica posthumanista y, por otro, una relectura de la obra de Franz Kafka, fundador de una tradición literaria que pone en crisis, mediante la experimentación formal, los fundamentos metafísicos de las perspectivas antropocéntricas.
El personaje kafkiano, aparentemente desprovisto de tiempo, en tanto que ajeno al tiempo lineal de las metafísicas del progreso, carga en realidad con todos los tiempos, y asume una tarea tremenda: la de llevar al mundo, lo conocido y lo desconocido, a su ser, a la historia. Tal vez por esto la obra de Kafka ya no sea obra de frontera y de hibridación de dominios conocidos, sino, como dijimos, nuevo relato y nuevo mito, que son la apertura de un territorio diverso ya no definible en términos de “poesía” o de “filosofía”.
Franco Rella. Metamorfosis. Imágenes del pensamiento.
En los últimos años ha comenzado a tomar forma una vertiente de la crítica literaria dedicada a estudiar diversos modos de articulación entre un corpus de textos zooliterarios contemporáneos y el proceso de agudización de la crisis ideológica de los discursos humanistas, en el que llevamos inmersos ya más de medio siglo. Nuestra disciplina parece responder a un cambio de época: el fin de una era en la que la relación entre hombre y animal fue considerada preponderantemente en términos de diferencia –con el objeto, casi excluyente, de definir lo “propio del hombre”–, y el inicio de otra en la que ha ido ganando fuerza la reflexión sobre los vínculos entre las diversas formas de vida y su participación en un mundo compartido.
Este ejercicio supone una reevaluación de las modalidades que asume nuestra relación, como animales humanos, con el resto de los animales. No se trata ya de imaginar sus perspectivas del mundo, ni de recurrir a ellos para comprender quiénes somos, sino más bien de analizar el lugar que ocupan en nuestra vida, es decir, cómo los amamos, estudiamos, utilizamos y matamos diariamente (Balibar y Hoquet 2009: 645); lista a la que habría que agregar, en un lugar privilegiado, los modos en que los representamos. Si durante siglos los animales padecieron las más variadas formas de explotación económica, también fueron víctimas de una explotación ontológica y simbólica que los redujo a metáforas de lo humano. El respeto que desde el pensamiento político se reclama para la animalidad –la deconstrucción de las lógicas de apropiación, de sumisión de lo viviente y de naturalización del sacrificio animal– (Cragnolini 2011, 109), tiene su correlato en una demanda que podría ser bandera de una crítica literaria posthumanista: el fin, esta vez definitivo, de la servidumbre simbólica de los animales y la orientación de nuestras lecturas a los imaginarios de lo posthumano que desde hace décadas pueblan la literatura, el cine, las artes plásticas.
Por eso, antes de reflexionar sobre las posibilidades de una crítica superadora de los prejuicios humanistas, me gustaría hacer una pequeña aclaración respecto de la definición de su objeto de estudio. De la vastísima tradición zooliteraria occidental –que va de Esopo a las fábulas contemporáneas, pasando, entre tantísimos textos, por los bestiarios medievales o las crónicas de los viajeros del siglo xvi–, parecen especialmente pertinentes aquellos textos que no ceden ante las formas más transitadas de figuración teriomorfa, sino que, por el contrario, se aventuran en la exploración de la singularidad animal y de su relación de intimidad con aquello que, precariamente, seguimos llamando lo humano. Esa literatura que se rebela contra las convenciones de representación simbólica, y que encontró tal vez su momento de mayor fecundidad en los años de la segunda posguerra, cuando proliferaron aquí y allá reescrituras de fábulas y bestiarios. Una búsqueda poética con la que escritores como Antonio Di Benedetto, Juan José Arreola o Clarice Lispector, por nombrar solo a algunos de los más importantes referentes latinoamericanos, dieron cuenta de una profunda crisis ideológica.1
Paralelamente a la irrupción de esos nuevos imaginarios de animales y animalidad en la literatura, y en sintonía con ella, se desarrolló en Europa la segunda etapa de la célebre “querella del humanismo”. Impulsada sobre todo por intelectuales franceses –no sólo en el ámbito de la filosofía marxista, sino también en el de la antropología, la semiología y el psicoanálisis–, dio lugar, en las décadas siguientes, a la formulación de teorizaciones que, tomando la tesis foucaultiana de la “forma hombre” como invención occidental decimonónica,2 procuraron desenmascarar, mediante un lúcido y minucioso trabajo de arqueología del pensamiento, la precariedad de las redes conceptuales que sostenían la legitimidad –filosófica y política– del humanismo. El hombre comenzó a ser pensado como una categoría aprisionadora de la vida y legitimadora de violencias dirigidas, en muchos casos, hacia grandes contingentes de seres humanos, considerados “menos humanos” en relación con un ideal hegemónico. Los trabajos de Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Georges Bataille, Maurice Blanchot, Giorgio Agamben, entre tantos otros, contribuyeron a iluminar los mecanismos de la máquina antropológica, ese artefacto diseñado y puesto en funcionamiento a lo largo de la historia del pensamiento por todas aquellas disciplinas que tuvieron en su horizonte una definición de lo específicamente humano.3 Y, al mismo tiempo, estos pensadores proporcionaron elementos para la emergencia de nuevas formas de negatividad que expusieran la precariedad de lo humano –su relación de intimidad con lo inhumano– y sugirieran otras formas posibles de relación y convivencia entre los vivientes, mostrando que existen fuerzas que resisten y operan sobre lo humano, deshumanizándolo.
Este movimiento se podría enmarcar dentro de un giro ético y estético de carácter más general, cuya tarea esencial debería ser entendida, siguiendo al antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, como la elaboración de perspectivas críticas que aborden la imaginación conceptual sin dejar de lado “la creatividad y a la reflexividad inherentes a la vida de todo colectivo, humano y no humano”; es decir, sistemas de pensamiento capaces de proponer modos de creación de conceptos diferentes del filosófico. Un ejercicio de “descolonización permanente del pensamiento” (2010, 18-24) cuyos resultados, cada vez más numerosos, ilustran la fuerza y magnitud de este movimiento.4
Tomando este contexto como horizonte, nos interesa ensayar posibles respuestas para una pregunta que atañe directamente a nuestras prácticas de lectura: ¿cómo –con qué categorías y a partir de qué tipo de cruces interdisciplinares–, abordar la tensión conceptual a la que la zooliteratura contemporánea viene sometiendo el denominado “discurso de la especie”, ese conjunto de criterios con que se organiza y estratifica el universo de lo viviente? O bien, en otros términos, ¿cómo puede la crítica literaria actual construir un marco teórico que dé cuenta de las diversas modalidades en que las ficciones contemporáneas ponen en crisis los fundamentos metafísicos de las perspectivas antropocéntricas?
Un punto de partida interesante para comenzar a ensayar respuestas a estos interrogantes es el que Viveiros de Castro esboza en su introducción a Metafísicas caníbales. Líneas de antropología postestructural: allí plantea que los estilos de pensamiento de los colectivos estudiados por la etnología deberían convertirse en la verdadera fuerza motriz de la disciplina; concretamente: que, en su caso en particular, las concepciones amazónicas de “perspectivismo” y “multinaturalismo”, vale decir, la capacidad imaginativa de los pueblos que se propone explicar, se tendrían que constituir en una respuesta epistemológica y política para la orientación de sus investigaciones. Es, sin duda, una idea sumamente productiva, y resulta estimulante imaginar su traducción a nuestro campo de estudio, esto es, a la relación de la crítica literaria con los modos de pensar –de experimentar con el sentido– propios de la literatura. Trataremos en estas páginas de considerar la posibilidad de una crítica posthumanista que encuentre en los procedimientos de la zooliteratura contemporánea herramientas teóricas con que aprehender las posibilidades de pensamiento desplegadas por los lenguajes estéticos. La literatura se podría convertir así, para nosotros, como empieza a ocurrir con la experiencia de ciertas culturas indígenas para la antropología postestructural, en una experimentación con nuestras propias concepciones y representaciones de la literatura. Un ejercicio que exige –en palabras del propio Viveiros de Castro–, “mucho más que una variación imaginaria, una puesta en variación de nuestra imaginación” (15).
Es, ciertamente, un camino todavía poco transitado. Si bien en los últimos tiempos las aproximaciones transversales que articulan imaginación y filosofía van ganando creciente interés, son aún escasos los trabajos que abordan aquello que Franco Rella, en su trabajo sobre imágenes de metamorfosis, llama pensamiento otro, y que también podría ser definido como pensamiento literario. No aludimos con ello al modo en que la literatura se apropia de determinados supuestos filosóficos y los ficcionaliza, ni a la presencia de imágenes literarias en las elaboraciones del corpus teórico de la filosofía, sino, de modo muy puntual, al pensamiento que surge del trabajo formal de la literatura o, en otras palabras, a las ideas que producen los textos literarios al experimentar con la forma.
En su ensayo “Modernes deshumanités”, Evelyne Grossman aborda el origen de este encuentro entre literatura y filosofía en relación con el contexto ideológico que nos interesa estudiar: ¿por qué existe –se pregunta– en estos asedios a los discursos humanistas, tanta proximidad entre escritores y filósofos? Nuestra tradición cuenta con escritores-filósofos –Sartre, Nietzsche–, con escritores apasionados por la filosofía – Blanchot, Bataille–, con filósofos apasionados por la literatura –Deleuze, Derrida, Heidegger–; y todos ellos perciben y explotan la productividad del cruce entre literatura y pensamiento no como una forma de reproducción o amplificación de ideas preexistentes, sino como una estrategia eminentemente creadora, como un modo de darle forma a algo nuevo, todavía no pensado. Para formular una respuesta, Grossman esboza la siguiente hipótesis: a lo largo del siglo xx el lenguaje se convirtió en la preocupación más importante, al menos en el campo intelectual francés, organizado en buena medida en torno del pensamiento de Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger. Como consecuencia, la literatura comenzó a ser considerada un espacio virtual en el que era posible “‘una experiencia de pensamiento radical’, así como también una salida inesperada en el destino antropológico de las ciencias humanas, de la que la filosofía debía inspirarse para llevar a cabo su propia revolución” (Grossman 2010, 49). En ese contexto, el lenguaje ya no era entendido como aquello que distinguía y separaba al hombre del resto de los vivientes, la propiedad clave del discurso de la especie; el gran descubrimiento del siglo pasado fue que el lenguaje constituye precisamente la esencia inhumana del hombre, su doblez más misterioso: “Eso que lo divide y vuelve otro a sí-mismo (Freud, Lacan), eso que no poseerá jamás como “propio”, respecto de lo cual siempre será un extranjero (Derrida, Deleuze), ese infinito cuyo eterno murmullo amenaza con volverlo loco (Blanchot, Artaud)”5 (50).
La literatura no se pensará ya, pues, como un espacio privilegiado para la expresión de lo humano, sino como un territorio inestable en el que el lenguaje cotidiano, domesticado y aparentemente amoldado a las cosas y al mundo, muestra su incapacidad de hablar más que de sí mismo. De ese modo se explica la fascinación por la literatura compartida por esos pensadores que hoy consideramos posthumanistas, su valoración de la escritura como modo de acceso a zonas vedadas para el discurso filosófico de la modernidad.
Puesta en variación de nuestra imaginación; producción de un pensamiento literario; el lenguaje como esencia inhumana del hombre: en estas proposiciones la presencia fantasmática de Franz Kafka insiste, como si, después de girar en torno de cuestiones de raigambre teórica, todas las líneas especulativas condujeran a un centro vital, al corazón mismo de su obra. Si sus narraciones perturban todavía es porque siguen interrogando a la filosofía y a la antropología, poniendo en tela de juicio los fundamentos metafísicos de los discursos humanistas con los que, en buena medida, ellas mismas fueron interpretadas durante décadas. Afortunadamente, se ha ido constituyendo un estado de la crítica a su medida: esa reconfiguración de los debates éticos y políticos en torno del problema de la animalidad al que aludimos al comienzo, y que algunos estudiosos comienzan a designar giro animal. Giro entendido como transformación, como cambio de dirección, y también como recomienzo, vuelta sobre sí del pensamiento. En una reflexión sobre la impronta de la filosofía nietzscheana en la corriente posthumanista, Evelyn Galiazo sostiene que es legítimo sostener que el giro animal no representa un verdadero cambio de paradigma, sino otra vuelta de tuerca al giro lingüístico, un nuevo descentramiento de lo humano en el que la clave interpretativa ya no será la estructura del lenguaje sino la animalidad. Las expresiones “animal en busca de sí mismo” y “animal indeterminado”, presentes en los textos de Nietzsche, “rompen con la caracterización tradicional del existente humano en la que el habla se presenta como su propiedad exclusiva, dando cuenta de que en realidad el hombre carece de toda propiedad o mejor, de que su única propiedad es su carencia” (Galiazo 2011, 104).
La zooliteratura podría ser definida, así, como toda escritura en la que el animal humano, con un lenguaje que no le pertenece, puede ir en busca de sí mismo. Y esa búsqueda es una acción liberadora, en tanto tiene, siguiendo la estela de las reflexiones nietzscheanas, la función cultural de resistir el dominio de la civilización –el olvido de la animalidad del humano–, suscitando “formas de vida que no se conviertan en formas de poder sobre la vida, sino que estén ellas mismas plenas y rebosantes de vida” (Lemm 2010, 38) Una crítica para esa literatura debería, pues, resistir la violencia de las conceptualizaciones para preservar la potencia del antagonismo entre las fuerzas animales y humanas, que Nietzsche entiende como tensión fundamental entre la cultura –cuya función es mostrar a la racionalización y la moralización como técnicas de dominación dirigidas contra la animalidad del ser humano– y la civilización como proyecto moral impuesto mediante la fuerza y la voluntad. En ese choque, que la literatura promueve y efectúa, se cultiva una pluralidad de formas de vida singulares.
El giro animal como perspectiva de estudio ilumina, de este modo, la vigencia del pensamiento literario kafkiano, construcción laberíntica –para usar una imagen que le pertenece– que sigue cuestionando nuestras formas de concebir y organizar lo viviente, es decir, nuestras estéticas y nuestras políticas de la vida. Una reflexión sobre las posibilidades de una crítica literaria posthumanista debería, entonces, enraizarse en la relectura de la obra de Kafka y de sus numerosas interpretaciones, intentando pensar el desafío que ésta plantea al humanismo como horizonte exegético.
En este sentido, es interesante observar que, desde un inicio, los textos kafkianos han convocado las más diversas corrientes teóricas y han dado lugar al desarrollo de líneas interpretativas muy divergentes entre sí. Uno de sus más célebres recensores hispanoamericanos, Guillermo de Torre, se refirió a este fenómeno con la expresión “delirio hermenéutico” (1965, 84); y Marthe Robert, la gran lectora francesa, añadió que esa desesperada búsqueda de “claves”, por lo general provenientes de un terreno extra-literario, no aportó nada esclarecedor ni a los lectores ni a la obra (1970, 34-35). En efecto, Kafka ha sido leído desde la teología, la metafísica, el surrealismo, el marxismo, el psicoanálisis, el existencialismo, el posestructuralismo, y su literatura fue considerada alternativamente simbólica, religiosa, profética, fantástica, hiperrealista. Con todo, el estudio de la recepción6 permite organizar esa malla de lecturas, a grandes rasgos, en dos grandes vertientes críticas: una, preponderante en las primeras cuatro décadas de recensiones (1927-1965) –aunque localizable también en el presente–, de carácter eminentemente contenidista, y otra, más frecuente a partir de la revigorización del campo de la teoría literaria en la década del sesenta, que propende al análisis de los procedimientos formales. La primera se orienta hacia una interpretación de tipo simbólica que da como resultado la decodificación de significados trascendentes, no importa cuál sea su tinte ideológico –según los diferentes lectores, Kafka alude en sus textos a dios, a la ausencia de dios, al desamparo del sujeto moderno, a la culpa, la burocracia, el terror fascista o comunista, etc.– La segunda vertiente pone el énfasis, en cambio, en los artificios con los que el escritor consigue, mediante la experimentación retórica, extender los límites de las convenciones literarias de su tiempo.
La hipótesis que guía estas reflexiones, y que hace pertinente esta breve digresión sobre la recepción kafkiana, es que el aplastante predominio del primer punto de vista –como lo muestran las bibliografías y antologías de la recepción crítica que se han realizado hasta el momento–7 y la sorprendente disparidad de sus interpretaciones se vincularía fundamentalmente a la tardía percepción en la crítica –con algunas pocas pero brillantes excepciones, como, por ejemplo, la de Jorge Luis Borges–8 de la puesta en cuestión que la literatura de Kafka hace de las categorías epistemológicas de los discursos humanistas; ignorado este aspecto fundamental, el vacío pide ser llenado y parece admitir casi cualquier contenido. Es, en efecto, llamativa la enorme cantidad de malentendidos que puebla la historia de la crítica kafkiana, sobre todo si se tiene en cuenta que procura abordar una obra contemporánea de las primeras experiencias de pensamiento orientadas a la creación de una perspectiva teórica no antropocéntrica. Kafka no sólo es un lúcido interlocutor de Heidegger, sino que también sostiene un diálogo fecundo con aquellos filósofos que, décadas más tarde, señalaron las limitaciones del pensamiento heideggereano en torno a la cuestión animal.
En la introducción de su libro Zoographies. The Question of the Animal from Heidegger to Derrida, Matthew Calarco reconstruye el derrotero de las discusiones filosóficas acerca de la noción de subjetividad, y muy en particular el del cuestionamiento de su consideración en términos metafísicos. Sostiene que dicha revolución conceptual estuvo acompañada de una pregunta por los límites de lo humano y, evidentemente, de una redefinición de las ideas imperantes acerca de la animalidad y de otras formas de vida no humana. La pregunta que sobrevuela sus reflexiones –así como también las de los personajes kafkianos–, y la de una significativa cantidad de estudiosos en la actualidad, podría enunciarse de esta manera: ¿Es el hombre el único sujeto de experiencia? O, dicho de otro modo, ¿es posible un campo subjetivo impersonal, que no se erija sobre formas exclusivamente “humanas”? Para la filosofía moderna, y para una buena parte de la filosofía contemporánea, no hay dudas al respecto: “El sujeto no es simplemente un sujeto de experiencia neutro sino, casi siempre, un sujeto humano, y la metafísica se funda primordialmente, si no por completo, en una reflexión sobre las modalidades específicamente humanas de la subjetividad”.9 La metafísica de la subjetividad se asienta en el olvido de una alteridad que al mismo tiempo la funda y la perturba; ese olvido es lo que Calarco denomina “antropocentrismo implícito”, punto ciego de la filosofía denunciado insistentemente por aquellos pensadores que se inscriben en la amplia y fecunda corriente del posthumanismo. Ellos someten la oposición –que supone una discontinuidad radical– humano/animal a un riguroso trabajo de deconstrucción que obliga a reformular ambas nociones, a establecer entre ellas relaciones que suponen continuidades, fronteras móviles, intercambio de fuerzas. Como consecuencia, la animalidad deja de ser considerada una disminución de lo humano, su sustrato más bajo, más elemental. El punto de vista moral es suplantado por uno ético y estético que identifica en el animal “un reservorio de fuerzas creativas y regenerativas de vida que permiten al ser humano lanzarse hacia el futuro” (Lemm 2010, 25).
Es una perspectiva sumamente valiosa para nuestro campo de estudio. Si la creación de una alternativa al antropocentrismo implica una ruptura del lazo entre subjetividad y lenguaje, una exploración de las regiones donde la relación entre la palabra y el contenido se vuelve incierta, entonces el lugar más indicado para que esta delicada operación tenga lugar debe ser, por fuerza, la escritura animalizada y animalizante: la experimentación con formas que rehúyen todas las dicotomías fundadas o propuestas –para tomar una formulación de Esposito– “por el lenguaje de la persona”; la búsqueda de ese umbral al que se refieren Deleuze y Guattari cuando trazan su noción de devenir a propósito de la obra de Kafka: esa línea de fuga donde se deshacen todas las formas y todas las significaciones, significantes y significados (1983, 24-25) para que puedan emerger la manifestaciones anómalas de lo viviente.
La metamorfosis kafkiana, puesta en acto de una potencia trasformadora, es a un tiempo un procedimiento literario y un dispositivo crítico de resistencia, en tanto frustra cualquier pretensión clasificatoria, poniendo en suspenso las oposiciones que, bajo la máscara de la racionalidad, violentan y excluyen, vigilan y castigan lo que no se ajusta a sus taxonomías. Es “la rebelión de aquello que genera sentido sin pertenecer al orden del sentido, rebelión contra el positivismo, contra el sentido dominante –que es siempre antropocéntrico–, y en última instancia, contra toda opresión” (Galiazo 2010, 126). Por eso la metamorfosis no es solo una forma de negatividad –del ser, del concepto– sino que tiene, también, un aspecto poderosamente creador, subjetivador. “Mientras sea activa, la potencia siempre significará potenciación-acrecentamiento. Producción de subjetividad potente.” (Espósito 2006, 200)
La fuerza literaria de estas ideas se manifiesta claramente en los animales kafkianos, no solo en la célebre figura de Gregorio Samsa, cuya identidad fronteriza es inaprehensible y revulsiva para los miembros de su familia, para sí mismo y para el lector, que no puede dejar de imaginar lo inimaginable, sino también en otras pequeñas escenas de su narrativa en las que la imagen animalizada muestra, en una brevísima aparición, toda su potencia creadora. Así, por ejemplo, describe su fantasía metamórfica el narrador de “Preparativos para una boda en el campo”, cuando especula con enviar su cuerpo a cumplir con las obligaciones sociales para permanecer él, eso que vagamente define como un “yo”, en la cama, bajo la apariencia de un bicho:
Tal como estoy acostado en la cama tengo el aspecto de un insecto grande, un escarabajo, un lucano, creo yo (…) la figura grande de un coleóptero, sí. Procedí entonces como para dormir en invierno, y apreté mis patitas contra mi panzudo cuerpo. Y susurro un pequeño número de palabras que son órdenes dirigidas a mi triste cuerpo, que está totalmente sometido a mí y se ha inclinado. Pero estoy listo…, hace una reverencia; se desliza con rapidez y cumplirá todo de la mejor forma, mientras yo descanso. (Kafka 2004, 388)
La imagen kafkiana desbarata la dicotomía cuerpo/alma, normalmente relacionada al par animal/humano. Si en un principio se genera la expectativa de que es el yo inmaterial el que permanece en la cama, descansando, mientras el cuerpo se aleja, enseguida la descripción del insecto acurrucado crea una imagen mucho más concreta aún que la del cuerpo que parte, vale decir, produce mundo donde precisamente se anunciaba ausencia. Hace de la metafísica materia viviente. Es en este sentido que la metamorfosis kafkiana puede convertirse en una perspectiva de lectura transformadora: allí donde la interpretación alegórica solo leía en clave moral la degradación, la humillación de lo humano, la metamorfosis kafkiana ilumina la producción ética de nuevas subjetividades que pueden confrontar los valores establecidos y proponer nuevas verdades, plurales y singulares.
No es casual, pues, que el nombre de Kafka aparezca una y otra vez en las reflexiones de algunos de los pensadores posthumanistas de las últimas décadas cada vez que intentan aprehender el modo en que la escritura transita zonas del imaginario no-humano. Es precisamente esa alteridad perturbadora –la alteridad de lo viviente inhumano y la alteridad del lenguaje cuando deviene signo asignificante– la que encuentra en su obra un lugar privilegiado de manifestación. No solo en el discurrir de animales parlantes que se preguntan sobre su identidad, o sobre la identidad colectiva de sus comunidades –como Kalmus, el narrador de las “Investigaciones de un perro”, Pedro el Rojo, de “Informe para una academia”, el roedor paranoico de “La madriguera” o el chacal de “Chacales y árabes”–, sino también en la inquietante presencia de criaturas inclasificables, como el Odradek de “Preocupaciones de un padre de familia” o el gato-cordero de “Una cruza”, o de personajes humanos sin psicología, como los protagonistas de América, El proceso y El castillo. Todas esas figuras que emergen cada vez que la escritura se arraiga en el territorio de lo neutro y “depone la posibilidad de decir ‘yo’, y por consiguiente ‘tú’, para inscribirse en el régimen impersonal del ‘se’”. (Esposito 2009, 30)
Respecto de los narradores animales, o en proceso de devenir-animal, hemos ya intentado argumentar cómo, mediante la elaboración de esa suerte de habla anónima, de lenguaje sin sujeto, Kafka ha contribuido a desideologizar, es decir, a denunciar la ideología que operaba en la gran mayoría de las fabulaciones teriomorfas de la tradición occidental.10 Esos amaestramientos antropomórficos que utilizan a las bestias como pretexto para afirmar, mediante la figura de la prosopopeya, la moral y la ideología humanistas. “Siempre un discurso del hombre; sobre el hombre, incluso sobre la animalidad del hombre, pero para el hombre y en el hombre”, dice Derrida (2008, 54) refiriéndose a la fábula clásica. En Kafka, el discurso animal, lejos de someterse al rigor de la metáfora, produce un desvío: sosteniendo la figuración a medio camino entre lo animal y lo humano, en el territorio intermedio y potencial de lo viviente, crea un hiato entre el sujeto de la enunciación y su discurso. Consigue así que lo que dicen estos animales no les pertenezca –que no hablen en nombre de una identidad, que no construyan un marco personal para sus palabras–, sin que, sin embargo, puedan ser considerados autómatas, títeres o ventrílocuos del hombre o de la voluntad divina. De ese modo, la metáfora animal es desmantelada y el sentido es sometido a un proceso de variación anómala (Sauvagnargues 2006, 69) cuyo resultado son esas extrañísimas criaturas kafkianas, hablantes que exponen con crudeza su relación de impropiedad respecto del yo y del mundo. Los narradores animales resisten la personificación, la cristalización de la imagen, la representación; niegan la relación intrínseca entre “pertenencia” y sujeto, y de ese modo cuestionan el fundamento metafísico sobre el que se asienta la estructura jerárquica del discurso de la especie. “Lo que no es propio –dice Esposito– no puede penetrar en el lenguaje, en los lenguajes del mundo, pero, justamente por eso, constituye el punto de refracción desde el cual ellos pueden ser interrogados radicalmente” (Esposito 2006, 209).
Nos hemos referido también, por otro lado, a las figuras inclasificables: el Odradek, ese carrete de hilo chato y en forma de estrella, con trozos de hilos viejos y rotos enredados entre sí, atravesado por unos cañitos que le permiten estar erguido como sobre dos patas; o la indescriptible máquina con la que el protagonista de “Blumfeld, un solterón ya algo viejo” se consuela de no tener un perro: dos pelotitas de celuloide, blancas con rayas azules, que saltan sobre el parquet de forma alternada; o la singular mascota de “Una cruza”, mitad gatito, mitad cordero. Wilhelm Emrich ha analizado con lucidez la forma en que estas imágenes resisten la aplicación de las relaciones convencionales entre objeto y significado, fenómeno y esencia, signo y sentido, particular y universal; en fin, su carácter de “vidas” sin sentido, singularidades que remiten a universales inaprehensibles:
El particular no garantiza la existencia de un determinado universal, como en el caso de la alegoría. Ni el universal se desprende del particular, como en el caso del símbolo. La imagen parabólica, por el contrario, ya está más allá de la esfera del particular, más allá de la esfera del discurso interpretativo.” (1968, 108)11
Esas uniones azarosas, esos cruces inesperados que Emrich llama “imágenes parabólicas”, problematizan la naturaleza de las cosas, e incluso la idea misma de que las cosas tengan una naturaleza, al exponer la precariedad de las fronteras que organizan nuestra percepción de la desconcertante variedad de lo viviente. La escritura de Kafka experimenta con formas de narrar la vida desnuda, de suspender las clasificaciones para que, mediada por la imaginación, la noción de especie sea expuesta como sistema de exclusión unilateral y arbitrario. Sus textos se fundan en una me-ontología, es decir, en una ontología de la falta de ser. Esa perspectiva se corresponde plenamente con el pensamiento “post-metafísico” nietzscheano, que revela que el mundo carece de una realidad metafísica, que no hay un “ser superior” o “más real” que opere como “fundamento” de los seres en su conjunto. “El tratamiento teórico de la verdad en Nietzsche corresponde a esta perspectiva del ‘mundo felizmente perdido’” (Lemm 2010, 266-7)
Las criaturas kafkianas exponen con crudeza esa pérdida: no se reconoce en ellas un signo, un comportamiento, un gesto que pueda ser interpretado como propio de lo humano. Desde la perspectiva que instituyen los personajes y narradores kafkianos, tal cualidad, sea lo que fuere, no se reconoce en el lenguaje, en las obras de arte, en las leyes ni en las figuraciones animales. ¿Está aquí?, parece preguntar el escritor señalando alternativamente los diversos elementos que componen su universo. No hay respuesta. Nada vale por un hombre, nada lo metaforiza, lo ilustra, ni siquiera lo alude. El hombre como unidad de forma y sentido está ausente en la literatura de Kafka, incluso, decíamos, cuando se presentan personajes con fisonomía humana –como en las novelas, donde los protagonistas son apenas piezas y engranajes de diversas máquinas sociales, de los que no se puede decir más que el movimiento: adónde van, si suben o bajan, si avanzan o retroceden–. Las criaturas kafkianas no tienen especie, no son afectadas por el discurso de la especie, aunque sí son especiales en el sentido que Agamben le atribuye a esta cualidad: son absolutamente insustanciales, no tienen lugar propio. Son como un habitus o un modo de ser. Resisten la violencia de lo personal, y redimen a la especie de la sustancialización, la mantienen en el plano de la especialidad. “Especial es, en efecto, un ser –un rostro, un gesto, un acontecimiento– que, no pareciéndose a alguno, se parece a todos los otros.” (2005b, 75).
Esa impugnación de la especie como distribuidora de identidades puede atribuirse a un tipo de trabajo artístico que sustituye los conceptos y los símbolos, creadores de un mundo abstracto de leyes lingüísticas, por imágenes transfiguradoras que captan una infinita pluralidad de verdades singulares. A ese tipo de experiencia del mundo Nietzsche le ha dado el nombre de “pensamiento pictórico”, y lo ha vinculado estrechamente con la imaginación, los sueños y la fantasía, condiciones necesarias para que la vida pueda ser regenerada y recreada. Por eso las imágenes pictóricas son siempre nuevas y, en su calidad de contra-lenguajes, cuestionan el orden regulativo e imperativo establecido por el pensamiento abstracto. Para Nietzsche “el pensamiento pictórico es honesto como el animal: no puede hacer otra cosa que permanecer leal a su visión y su experiencia de lo singular y lo real. Por lo tanto, no puede sino deshacer y disolver las construcciones de un pensamiento abstracto”. (Lemm 2010, 278)
Si Kafka nos enseña a leer es precisamente porque su obra engendra una multitud de imágenes que emergen de encuentros con la vida. Y en ella esa forma de encuentro y de pensamiento se relaciona de modo directo, al igual que en la filosofía nietzscheana, con la presencia de los animales. Sus roedores, monos, perros, caballos, chacales, buitres, insectos indeterminados, siempre ligados a situaciones de transición entre el sueño y la vigilia, generan las impresiones más extrañas y duraderas de los relatos, y tal vez por eso le permiten al lector vivenciar lo estrecha que es su olvidada relación con su propia animalidad.
En la obra kafkiana toma forma, de ese modo, un pensamiento muy próximo al que Calarco reclama para la filosofía de nuestro tiempo: una crítica aguda de los principios del antropocentrismo, llevada adelante mediante la creación de un imaginario que pone al descubierto las falacias que sostienen la dignitas humana. Toda esa parafernalia conceptual que cubre la ausencia de un fundamento, por pequeño que sea, que justifique el sacrificio de lo viviente en pos de la autonomía y supremacía de lo humano. No debe extrañarnos que esta cualidad haya sido y siga siendo en buena medida un problema para la crítica, que con frecuencia ocultó ese vacío mediante la coartada de la “polivalencia simbólica”, a cuyos dudosos resultados nos hemos referido al inicio de estas páginas. Esa polivalencia permite explicar el movimiento de las incontables interpretaciones metafóricas, a menudo verosímiles en sus resultados aislados pero incoherentes, discordantes y finalmente inviables cuando se consideran los textos como totalidad. Kafka no construye homologías; por el contrario: como apuntó lúcidamente Robert (1970), toda su escritura apunta a discutir la validez de la homología como patrón de pensamiento. Las traducciones simbólicas de las expresiones “teatro de Oklahoma”, “proceso”, “castillo”, “insecto”, que designan destinos de los protagonistas de sus narraciones, olvidan que el universo kafkiano no tiene como fin revelar una verdad por medio de símbolos acabados, sino construir una mentira a un tiempo tan sólida y evanescente que ponga al descubierto que la verdad en un sentido abstracto y general, además de desconocida, es imposible de conocer. El desafío ético y estético de la obra de Kafka tiene fuertísimos efectos sobre lo la llamada moral literaria humanista, pero también –y esto es relevante al momento de entender la prolongada resistencia de la crítica– sobre los mecanismos de exclusión (y, en muchos casos, exterminio) de lo no-humano –categoría en la que, como sabemos, se incluye cada día a una mayor parte de la humanidad.
Para entender y valorar la potencia transformadora de los textos kafkianos parece necesario, pues, reconsiderar la relación entre los dominios de lo imaginario y las formas de pensamiento que organizan el mundo en que vivimos; entender la lectura de textos literarios como una experiencia capaz de modificar nuestra percepción; releer a la filosofía desde la literatura; aceptar ese pensamiento otro y del otro que toma forma en los excesos del lenguaje, en el resto que no se deja aprehender por la teoría, en las zonas que resisten. De esa reevaluación se desprenderán –ya se están desprendiendo– nuevos enfoques de la zooliteratura contemporánea, nuevas herramientas de lectura para delinear y nombrar “eso que se vuelve, de las maneras más diversas, inasignable e innombrable para el discurso del saber, de la ley y de la política” (Giorgi y Rodríguez 2007, 28). Las narraciones de humanimalidades –de Kafka a César Aira, pasando, entre tantos, por Silvina Ocampo, João Guimarães Rosa, Felisberto Hernández o Copi–12 podrían convertirse así en un camino de experimentación teórica que auspicie nuevos debates sobre la cuestión animal.
Notas:
1 Sobre este tema véase Yelin 2008.
2 « Dans l'enseignement secondaire, on apprend que le XVIe siècle a été l'âge de l'humanisme, que le classicisme a développé les grands thèmes de la nature humaine, que le XVIIIe siècle a créé les sciences positives et que nous en sommes arrivés enfin à connaître l'homme de façon positive, scientifique et rationnelle avec la biologie, la psychologie et la sociologie. Nous imaginons à la fois que l'humanisme a été la grande force qui animait notre développement historique et qu'il est finalement la récompense de ce développement, bref, qu'il en est le principe et la fin. Ce qui nous émerveille dans notre culture actuelle, c'est qu'elle puisse avoir le souci de l'humain. (…) Tout cela est de l'ordre de l'illusion. Premièrement, le mouvement humaniste date de la fin du XIXe siècle. Deuxièmement, quand on regarde d'un peu près les cultures des XVIe, XVIIe et XVIIIe siècles, on s'aperçoit que l'homme n'y tient littéralement aucune place. La culture est alors occupée par Dieu, par le monde, par la ressemblance des choses, par les lois de l'espace, certainement aussi par le corps, par les passions, par l'imagination. Mais l'homme lui-même en est tout à fait absent. » Foucault (1966, 8).
3 Cabe destacar la publicación, en la década del setenta, de algunas obras claves para pensar la irrupción de los animales en el campo de la filosofía moral y política. Entre ellas, Animal Liberation (1975), del filósofo australiano Peter Singer; el número especial de la revista Critique titulado “L’animalité” (nº 375-376, 1978) y The Case for Animal Rights (1983) de Tom Regan.
4 No es nuestra intención realizar un inventario de las actividades y producciones en las que la llamada “cuestión animal” ha pasado a ser el centro de debates intelectuales, científicos, éticos y sociales. Nombraremos solo algunas de ellas para dar una idea muy general del panorama al que hacemos referencia: en primer lugar, se debe destacar la publicación de una significativa cantidad de ensayos y dosieres sobre la problemática (véase Cragnolini et al. 2008, Sánchez Prado et al., Balibar et al. 2009, Calarco et al. 2011 y Maciel 2010); en segundo, la realización y programación de reuniones científicas sobre el tema: el coloquio “El bestiario de la Literatura Latinoamericana (el bestiario transatlántico)”, organizado por el Centro de Investigaciones Latinoamericanas de la Universidad de Poitiers (2009); el simposio “El giro animal: imaginarios, cuerpos, políticas”, realizado en la Universidad de Nueva York en Buenos Aires el (2010); el coloquio “Animais, animalidade e os limites do humano”, organizado por la Facultad de Letras de la Universidad Federal de Minas Gerais (2011), y dos encuentros que tendrán lugar a lo largo del 2013: el simposio “Animots. Devenires animales de la lengua en la filosofía, la literatura y otras expresiones culturales”, a realizarse en Buenos Aires en el marco del XVI Congreso Nacional de la Asociación Filosófica Argentina (AFRA), y el Congreso anual de la International Association of Philosophy and Literature (IAPL) “Hospitalities. Biopolitics / Technologies / Humanities” (Singapur). Finalmente, cabe consignar algunos proyectos de investigación dedicados a indagar el estatuto del animal en la cultura contemporánea; entre ellos, en nuestro continente, “Nietzsche, biopolítica y el futuro de lo humano” (2008-2011), dirigido por la investigadora Vanessa Lemm y radicado en la Universidad Diego Portales de Santiago de Chile; “Biopolíticas de la animalidad. Relaciones hombre-animal en Medellín durante el siglo XX (2009-2011), dirigido por los investigadores Alberto Catrillon y Jorge William Montoya y radicado en la Universidad Nacional de Colombia; “La categoría ‘animal’ en la obra de Maurice Merleau-Ponty” (2008-2010), dirigido por la investigadora Ana Cristina Ramírez Barreto y radicado en la Universidad Michoacana San Nicolás de Hidalgo, en México.
5 “Ce qui le divise et le rend autre à lui-même (Freud, Lacan), ce qu’il ne possèdera jamais “en propre”, auquel il demeure toujours étranger (Derrida, Deleuze), cet infini dont l’éternel murmure menace de le rendre fou (Blanchot, Artaud…).” La traducción es nuestra.
6 Sobre la recepción crítica de la obra de Kafka, se pueden consultar, entre otros: Ackermann, Paul Kurt; Reiss, H. S.; Robert, Marthe (1984); Caeiro, Oscar (2003); Yelin, Julieta (2011b, 2011c).
7 Binder, Hartmut (1979); Caputo-Mayr Maria Luise, y Julius Michael Herz (2000); Flores, Ángel (1976); Hemmerle, Rudolf (1958); Järv, Harry (1961).
8 Véanse los ensayos tempranos “Las pesadillas y Franz Kafka” (1935); “The trial, de Franz Kafka” (1937); “Franz Kafka (Biografía sintética)” (1937) y el “Prefacio” a La metamorfosis (1938).
9 “The subject is never simply a neutral subject of experience but is almost always a human subject, and metaphysics is founded just as primordially, if not more so, on a meditation on specifically human modes of subjectivity”. (12) La traducción es nuestra.
10 Véase Yelin 2011d.
11 “The particular does not guarantee a determinable universal, as is the case in allegory. No longer is the universal immediately imparted in the particular, as is the case in symbol. The parabolic image, on the contrary, is itself already beyond the sphere of the particular, beyond the sphere of interpreting discourse.” La traducción es nuestra.
12 Sobre la recepción productiva de Kafka en la literatura latinoamericana véanse Yelin 2008a, 2008b, 2011ª y 2011a.
Obras Citadas
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