Charlotte Rogers. Jungle Fever: Exploring Madness and Medicine in Twentieth-Century Tropical Narratives. Nashville: Vanderbilt UP, 2012. 234 páginas. Hardcover $55.
Michael Taussig cuenta la historia de un explorador que busca “indios blancos” en la selva panameña1. Al seguir la pista dejada por otros exploradores, encuentra Cunas albinos, se integra a su comunidad, comparte sus rituales y documenta su incursión. Después de un tiempo, el explorador debe enfrentar, al igual que los otros indígenas, al Estado panameño que quiere expoliar los territorios cuna. Entonces, vestido para la guerra con las galas cuna, se da cuenta de que él es lo que había buscado: él es el indio blanco.
Jungle Fever: Exploring Madness and Medicine in Twentieth-Century Tropical Naratives (Vanderbilt, 2012), primer libro de Charlotte Rogers, profesora en George Mason University y especialista en narrativas del trópico global, explora, precisamente, las convenciones literarias que alimentan la matriz generativa de relatos como el de Taussig: un hombre blanco se interna en un espacio selvático plagado de delirios palúdicos, amenazas sexuales o fantasías de redención, donde se desea y se teme convertirse en un nativo más. Organizado diacrónicamente, empezando en Europa y terminando en Latinoamérica, el libro analiza la tupida urdimbre del discurso médico tropical que subyace tras las narrativas literarias europeas y americanas que han dado cuenta del trópico.
Jungle Fever se concentra en cinco novelas canónicas que hacen variaciones alrededor del tema, caro a la tradición occidental, de convertirse en un indígena, o lo que en sintomática frase, económica e intraducible, se llama en inglés “to go native”. Heart of Darkness (1902) de Joseph Conrad, La Voie Royale (1930) de André Malraux, La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, Canaima (1935) de Rómulo Gallegos y Los pasos perdidos (1953) de Alejo Carpentier son las novelas a través de las cuales Rogers se pregunta por las razones que llevan a tan variados autores, de diferentes tradiciones, a combinar colonialismo, trópico y relato de aventuras con similares resultados: estas historias son narrativas del fracaso (59). Lo que pretendían encontrar los protagonistas en la selva, arguye Rogers, nunca lo encuentran, porque lo que ven en ella —como en un tapiz blanco— son proyecciones de sus propias insatisfacciones, ideologías o enfermedades mentales (171).
El gran acierto de Rogers yace, por una parte, en su aproximación metodológica al tema y, por otra, en los discursos que escoge para leer autores desde sus respectivas tradiciones. El corte ambiental, donde se sigue la franja horizontal del Trópico Global, antes que la geografía neocolonial heredada de los imperios europeos, beneficia el análisis al acercar producciones literarias que comparten arsenales discursivos a pesar de provenir de tradiciones diferentes. Los puntos en común que unen a Conrad con Rivera o a Malraux con Carpentier nos hacen conscientes de que tanto los escritores europeos como los latinoamericanos —al usar las mismas convenciones narrativas: la locura en la selva es la que más se repite— caen en lo que el historiador y ambientalista David Arnold, profesor en la Universidad de Warwick, ha llamado “tropicality”, un arsenal representacional que construye al trópico como el Otro de la Europa temperada. Este etnocentrismo ambiental europeo fue importado a Latinoamérica a través del pensamiento civilizatorio. Aunque Rogers no lo hace explícito, la escogencia de este corpus permite leer la pervivencia de imaginarios neocoloniales en autores centrales de las tradiciones latinoamericanas tropicales como Carpentier, Rivera o Gallegos.
Por otra parte, metodológicamente, en Jungle Fever Charlotte Rogers historiza las novelas a partir de los discursos de la medicina tropical, de la psicología y de la psiquiatría a lo largo de la primera mitad del siglo XX, desde Conrad (1901) —cuando la malaria o la fiebre amarilla eran fatales— pasando por Malraux (1930), cuando la medicina tropical había encontrado efectivos paliativos, hasta Carpentier, a mediados del siglo, cuando la incorporación de la psiquiatría había dejado indelebles marcas en la producción literaria del continente. Por ejemplo, mientras en Conrad, descubre Rogers, todavía hay una lectura de la enfermedad tropical desde las miasmas —esos vapores que se pensaba salían de las aguas estancadas, contaminando el ambiente (la palabra malaria viene de mal aire)—, en Malraux, treinta años después, ya existe la conciencia de ver al mosquito anofeles como el vector transmisor de la malaria. Esto nos permite ver cómo la medicina tropical al mismo tiempo que racionalizó los miedos del colonialismo europeo en el trópico, creó una exacerbada conciencia sobre la vulnerabilidad del cuerpo blanco en los climas cálidos. Esta conciencia médica se politiza en las novelas analizadas por Rogers: los protagonistas de Malraux renuncian conscientemente a los tratamientos médicos del momento en contra de la malaria (Rogers 70), en Rivera Cova se diagnostican a sí mismo (Rogers 98), el protagonista de Carpentier huye de los espacios selváticos ante la falta de medicina tropical como sinécdoque civilizatoria (Rogers 169). Así, al integrar al análisis literario con la historia de la medicina, Rogers realiza un gesto que confirma su proyecto intelectual: extrae a la selva de una narrativa intemporal —reproducida por las novelas que estudia— para insertarla en la historia del contacto con los saberes occidentales, una historia de más de 500 años que todavía muchas novelas que tematizan la selva ignoran.
Sin embargo me parece que Rogers, a pesar de historizar las novelas desde el discurso médico, no se muestra tan rigurosa a la hora de integrarlas a la historia socioeconómica de las distintas selvas: la venezolana, la colombiana, la congolesa... Es sintomático que en el capítulo dedicado a La vorágine, por ejemplo, el aparato genocida de las caucherías no sea contemplado por Rogers como una variable decisiva en transformar tanto la selva colombiana como la sanidad física y mental de sus habitantes. La locura que narra Arturo Cova tiene mucho que ver, como lo muestra convincentemente Rogers, con la representación del conocimiento médico de comienzos de siglo; pero también es causa y consecuencia dialéctica de ese espacio transformado por las dinámicas capitalistas del mercado cauchero global. Es por eso los árboles le dicen a Cova, en medio de su delirio palúdico, que quien violenta a los árboles también violenta a los hombres.
Felipe Martínez-Pinzón es Assistant Professor en el College of Staten Island de CUNY, estudia las representaciones del trópico, la memoria de guerra y el cuadro costumbrista latinoamericanos.
Obras citadas:
[1] “In Search of the White Indian”. En: Mimesis and Alterity: a Particular History of the Senses, New York: Routledge, 1993. 162-176.
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