Vecchio, Diego. Microbios. Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 2005. 189 pages. $8 (28 pesos argentinos) paper.
“La única literatura válida hoy en día”, reclamaba William Burroughs en 1959, “es la que se halla en los informes y las revistas científicas”. Casi medio siglo después, los nueve “casos clínicos” que conforman Microbios pueden leerse como una respuesta oblicua.
Pero es tramposo decir que se trata de casos clínicos, si bien cada cuento tiene uno como tema: allí están la danesa tísica cuyos relatos curan el sarampión o la otitis aguda purulenta; o la señora Pécsely, naturalista, enemiga de la metáfora, cuyo interés por las flores acaba en una paranoia conspirativa; o el ciudadano ordinario Kresel, que recibe por error una prostatectomía y luego intenta acabar con la literatura. Decir que se trata de casos clínicos es tramposo por lo siguiente: si Naked Lunch estaba en el límite de la literatura, donde ella se toca con el protocolo de experiencia, en cambio nadie, jamás, diría que los textos de Diego Vecchio (Buenos Aires 1969) son otra cosa que literatura. El gesto de codificación textual, la voluntad de que parezca literatura es tan flagrante que advertimos muy pronto que se trata de un artificio humorístico, de los muchos que aquí hacen metástasis.
A esta altura de las cosas la codificación literaria no puede resultar más que en un efecto de anacronismo. Microbios —en su vocabulario, en su puntuación, en sus temas— juega a imitar una literatura antigua, o todavía mejor, vieja. Así como, según Borges, el lenguaje es poesía fósil, los saberes obsoletos ya son literatura. Eso que Microbios recupera para sus fines satíricos es a la vez un estado del lenguaje y un estado del saber científico, que grosso modo podemos identificar con el siglo XIX. Ese lenguaje y ese saber conciernen sobre todo a aquello que el ojo humano no puede ver: allí encuentran su lugar la ciencia y la literatura, y cobran sentido el diagnóstico y la metáfora. En estos nueve cuentos proliferan microscopios, telescopios y “modernos” métodos de análisis; se nos informa que Dorothea Kristensen consumía escribiendo “74 calorías por línea” (16) o que, frente al avance de una migraña, ocuparse en traducir a Hipócrates equivale a 275 gramos de paracetamol (105). Desfilan nombres célebres como Gauss o Pasteur. Y abundan también voces médicas y científicas, cuyas verdades solemnes, a menudo fantásticas, cuando no cruzadas por tropos del lenguaje, acaban en la extirpación de órganos sanos, mientras la tenia equinococo o el bacilo de Koch —descriptos en detalle por el ojo omnisciente de la literatura— devoran la víscera contigua.
Dos procedimientos centrales unen aquí literatura y ciencia. Uno es el “impulso generalizador” que Susan Sontag advertía en la gran novela del XIX, en Tolstoi o en Austen por ejemplo; también la ciencia quiere aserciones universales. ¿Pero qué clase de saber universal puede producir hoy la literatura? “En material sentimental, los secretos no existen” (95); o “Muy a menudo, más vale perder que conservar ciertas vísceras” (115); o todavía: “No hay nada más fácil que hacer trizas el sistema nervioso de un escritor” (161). Hoy en literatura una verdad universal no puede ser más que comedia.
Pero el procedimiento privilegiado, literario al punto de que Borges pudo decir que la historia de la literatura no era más que la entonación diversa de unas pocas, es la metáfora. Microbios abunda en metáforas y avanza a partir de ellas, al menos si las definimos así: forma abstracta que vincula realidades de distinto orden. El chiste es que aquí la metáfora no es sólo artilugio explicativo —así se dejan leer hoy ciertas abstracciones del positivismo— sino productora de realidad, responsable incluso de las incursiones fantásticas del texto.
Del juego con la metáfora deriva igualmente el curioso “monocausalismo” aleatorio que ensaya cada cuento. Por turnos vemos el mundo a través de la hematología, la botánica, la filología o incluso el tabaco. Cada parcela del saber, por diminuta que sea, pretende explicar el universo: “la ciencia acababa de descubrir los microbios y los científicos pensaban que todo lo que ocurría en este planeta era obra de un microbio” (174).
La metáfora como epidemia: ¿o es que todo saber caduco, esto es, cuyo lenguaje ya no permite la postulación de un referente, termina por parecer metafórico? Naked Lunch, en su fascinación con el funcionamiento de las sustancias químicas sobre la conciencia, aspiraba a una anulación del principio de realidad en la experiencia de lectura. Nada parecido ocurre al lector de Microbios. Contagiados por la enfermedad de la metáfora, la mayoría de los personajes acaban en la locura. En ese movimiento el libro de Diego Vecchio alcanza su objetivo: inocularse en el lector como una vacuna.
Guido Herzovich está realizando seu doutorado em literatura latino-americana pela Columbia University. Já publicou resenhas e entrevistas sobre filme e literatura em revistas acadêmicas especializadas na Argentina; parte de seu trabalho pode ser lido no website www.teatroparafumadores.blogspot.com.
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