Luis Barrera
Cuando terminó la secundaria Arón quería ser policía.
- “¿Por qué?” Le preguntaron. - “Porque quiero traer una pistola”, dijo. En aquel tiempo, vino su tía de muy lejos, 1,600 kilómetros al sur, para hablar con él, darle opciones.
De largas pláticas que sostuvieron, salió convencido: sería abogado.
Veinte años después, frente a su ataúd, lleno de coronas de flores frescas con los nombres de los más importantes del pueblo, los murmullos recuerdan esta y otras vivencias, como queriendo explicar su muerte tan obscena: ahí en la calle, a plena luz de un día de otoño.
- “De chiquito salía a cazar en los lotes baldíos”.
- “Sí, mataba a pedradas, gallinas y palomas”.
Afuera, en esta ciudad de 120 mil habitantes al sur de Chihuahua, y a casi 600 kilómetros de ciudad Juárez, el sol radiante calienta el vaho de un aire gélido. Aún no es invierno, pero en noviembre las heladas son cosa de todas las mañanas.
Así que la gente se acomoda afuera de la funeraria a calentarse un poco y lamentarse del asesinato del “destacado y reconocido abogado”, según los titulares locales que muestran además una gran foto de su cuerpo, ladeado hacia la derecha. Ahí quedó: en el primer alto de su regreso a casa. Iba a comer. Pero cuarenta tiros entraron en su cuerpo. Un 9 de noviembre. A las tres de la tarde. Su esposa y sus tres niños llevan 24 horas sin probar bocado. Desde que entró la patrulla de la policía para darles la noticia, hasta ahora que lloran frente al altar de muerto. Atónitos, los niños no entienden qué pasó con su papá.
- “Mi hijo era bueno”, repite sin césar su madre a todo el que se acerca para darle el pésame: “mi hijo era bueno, no le hizo mal a nadie. No merecía morir de esta manera. ¡Mi hijo era bueno!”
Y sí. Arón a sus 40 años, era un buen padre. Mejor esposo y hermano fraterno. Echador, como decimos en el norte. Contaba “charras”, es decir historias que no son ciertas, le gustaba cantar, tomar sus chelas, y repartir abrazos a niños y adultos por parejo. Cariñoso con su padre, le daba ruidosos besos en público. También era defensor de narcos. Recibió mención honorífica en su examen de abogado.
- “Defendía narquillos. Ninguno importante”, dice, como para restarle importancia, uno de sus hermanos, convertido en un manojo de miedo, angustia y tristeza.
Adentro, el llanto de su madre no deja oír los cuchicheos. “Mejor recemos”, dice una de sus exnovias, y arrodillada comienza un rosario. Aquí nadie grita ¿por qué?, ¿por qué murió? Aquí todos dan por sentada la razón.
- “Toda la vida hemos sabido en qué andaban ellos. Por ejemplo, mis sobrinos son millonarios, y ellos se reburujaron con los malos. Todos lo sabemos. Ellos se dedican a la compraventa de nuez. Pero siempre han estado reborujados en algún pedo. El narco es histórico, de hace 40 años atrás, siempre se ha dicho. Yo por eso nomás no me reborujo. Tampoco me voy a encerrar. Le hago mucho caso a mi intuición. Donde me dice no ir, no voy”, explica y justifica Edgar, un comerciante entrado en los cincuenta años, soltero, gay y que hace unos meses fue asaltado en su casa por jóvenes, dos de ellos sus vecinos. “Entre las cobijas que me echaron encima reconocí a uno de ellos por la forma de pararse”, dice. Nunca los denunció en “parte porque no me golpearon ni me hicieron nada, y en parte porque no sirve de nada y me hace quedar mal con ellos”.
También cuenta, como parte del reborujo la manera como se vende coca en el parque del pueblo: ante los ojos de los policías que bien que sabe quien es quien, “que no se hagan pendejos”.
Este reborujo se aplica a todos. Ricos y pobres, pasando, claro, por los clasemedieros:
- “¿Te acuerdas de mi hermano Amado?” pregunta Licha, una madre de cuarentaintantos, soltera, guapa, trabaja por su cuenta en la venta de ropa gringa y con los ojos rojos por el llanto, es prima hermana del difunto abogado.
A Amado lo mataron afuera de su casa. Ahí, en su silla de ruedas.
- “El muy canijo se enredó con ellos. Después de su accidente en la camioneta, se aburría mucho sentado en la silla, afuera de la casa viendo pasar la vida. Y pos, cuando le empezaron a dar jale, nomás por decir quién iba y quién venía, pues encantado! Claro, hasta que hubo broncas entre grupos y él quedó en medio. Mi madre estaba igual que la de Aroncito, pobrecita! ¡Pero bien que sabía también lo que hacía su muchacho!”
La funeraria parece un laboratorio humano. Es un retrato vivo de lo que pasa en esta parte del norte del país, tan lejos de la capital. A dos mil kilómetros, al sur, donde se cree que el asunto del narco es “cosa que no llegará por acá”, de “gente que anda en malos pasos”, o de personas “muy pobres que no tienen de otra”.
Entre las coronas de flores firmadas por ilustres del pueblo, la gente pasa, se instala, platica, da el pésame a la familia. En esta secuencia, se va dejando testimonio. Casi no hay uno que se salve. Todos tienen un amigo, un primo, hermano, cuñado vecino, un cercano pues, que se ha “reborujado”.
Aunque se trata de una muerte por homicidio. No se percibe nerviosismo. Quizá desaliento. Más bien furia contenida, sobre todo entre sus hermanos y amigos.
- “Arón no se merece esto”, dice en voz baja su hermano menor.
- “Nos acaban de decir que no habrá investigación del caso. Todos los policías del pueblo están amenazados. Les dijeron ¡que ni le buigan!”
- “Todos son lo mismo. Si denuncias, se hacen pato. Te dan largas. Y luego vienen y te amenazan: dicen que mejor le baje para que no haya problemas. Se refieren a los mismos malosos”. La que habla es Ruth, una vecina de muchos años. Sabe bien lo que dice: le asaltaron un negocio de alimentos. Las cámaras de video registraron todo. Pero los polís, “no le quieren entrar. Esto es una bola de nieve que ya no para nadie”.
La madre y la viuda intentan ponerse de acuerdo. La esposa quiere cremarlo. La madre se resiste y argumenta, débil:
- “Pero es ilegal. Si hacen investigación necesitarán el cuerpo”.
- “¿Qué investigación? ¡Si nadie hará nada! Suegra, prefiero tener las cenizas, conmigo, en mi casa. El comandante de la policía ya me dijo que sí podemos.
- “Está bien. Como tú digas”, dice la suegra avergonzada de sus razones contra la incineración:
- “No podré visitarlo cuando yo quiera”, dirá después a quien desee escucharla.
Arón se reborujó “por necesidad”, dice su hermano mayor. Cuando se graduó de abogado, trabajó varios años como Ministerio Público en el sexenio panista. Estaba contento. Le gustaba mucho su chamba. Asombrado con los casos de incesto que se cuentan por decenas en esta región. Pensaba hacer un trabajo de investigación social con ese tema.
Pero cuando se fueron los panistas se quedó desempleado. “Comenzó por su cuenta. Y se las vio duras. Además con su mujer que, acostumbrada a lo bueno, pos le exigía casa propia, carro, rancho. Así que le taloneó. En esas andaba cuando le cae el primer narquillo. Un ex compañero de la secundaria. Lo hizo por ayudar. Y pos, de ahí lo recomendaron. Empezaron a caer más. A darle una cierta familla”, cuenta con sabor amargo Lauro, hermano mayor de Arón. Lauro trabajó en otro tiempo como Comandante de la Policía de otro pueblo cercano: “nos hacían la broma de que yo los metía a la cárcel y Arón los sacaba. Nos dejamos de reír cuando me balacearon a mi”. Lauro recibió 16 balazos de la ráfaga que acribilló el coche donde viajaba. De eso, ya pasaron seis años. “Lo celebramos hace unos meses: volví a nacer”, dice y recuerda, no sin cierto orgullo que le escribieron un corrido: “El tragabalas”.
Su padre guarda silencio. Don Arón, tiene casi 70 años. Dueño de dos tiendas eléctricas. Es un hombre muy querido en el pueblo. Fue charro y miembro de los Rotarios. Donde quiera que lo ven pasar, lo saludan con cariño. “Nomás no puedo llorar”. Estupefacto, hace el gesto de limpiarse la boca: “Claro que sabía lo que hacía. Nunca le dije que no defendiera a estos o aquellos. Total, alguien tiene que defender a los malos. Así lo contempla la ley. En ese sentido, mi hijo nunca cometió delito. ¿Qué siento? Mucho dolor. No te lo puedo platicar. Y sé que mañana será peor. Ahorita todavía está su cuerpo. Pero cuando se lo lleven….”
A Arón le encantaba su rancho, comprado apenas hará unos tres años. Y su lancha en la que le gustaba ir de pesca a la presa donde de niño, su padre le enseñó a ir tras las mojarras.
El rancho lo pudo conseguir gracias a un bisnesillo que le propusieron. Muy bueno. Lástima que se truncó pronto. Le pagaban 25 mil pesos por viaje. De Torreón a ciudad Juárez. Cuatro brasileños en cada coche. Era bien sencillo. En unos meses se compró el rancho. “Al güey del primo lo cacharon”. Una de migración. A la mujer le pareció raro tanto brasileño en pocos días. Ni uno hablaba español. Pero todo estaba en regla. Todos traían pasaporte.
- “Todos menos este”, dijo la vieja mendiga, rompiendo uno de los pasaportes en nuestra cara. Y ahí nos torció a todos.
- “Pero eso no tiene nada de malo. Sólo llevábamos gente de Torreón a Ciudad Juárez”. Se justifica Cástulo, su otro hermano, que le ayudaba en el traslado con tres primos más. “Ese fue un jale que nos trajo mi primo Aldo. Vive en el Estado de México y trabaja en el Senado de allá”. Era como quien dice un negocio familiar.
En la Iglesia cabe todo el pueblo. O por lo menos, los hermanos, cuñados, hijos, primos, sobrinos. Amigos, vecinos. Compañeros de la primaria, secundaria, prepa, de la facultad. Los padrinos de boda, de bautizo. Los compañeros de parranda. Los empleados. Los defendidos en algún momento por el “reconocido abogado”. Los aludidos por el crimen certero. Ahí en el templo abarrotado, tampoco se escucha un grito que pregunte, que se rebele.
Sólo la voz del cura, que quiere ser consuelo, deja entrever un reproche:
- “Dios le dijo al hombre no matarás, pero nosotros hemos echado fuera a Dios de nuestra vida y vivimos en una sociedad donde ya no se respeta el nombre de Dios. Donde los mandamientos de Dios ya no son guardados con obediencia fiel. Sino que la humanidad, apartada de Dios ha empezado a vivir en las tinieblas satánicas y en la mentira del diablo, y se ha convertido en un criminal contra sus hermanos. No fue Dios quien le quitó la vida, El le gritó al criminal no derrames sangre humana, pero no quiso obedecer. No fue Dios quien lo hizo, sino el hombre que en su soberbia, no quiso obedecer los mandamientos. […] Ojalá nosotros aprendamos la lección. Una de las cosas más duras y difíciles no solo es la partida cruel de un ser querido, sino también es la injusticia y la impunidad en la que vivimos. Tenemos que quedarnos callados, no podemos decir nada, los malvados no son castigados como debieran ser. Pero sepan una cosa nos hemos vuelto miedosos y cobardes y, ahora tenemos que volver a ser valientes. Ahora tenemos que volver a pedir al Señor con todo nuestro ser no sólo la paz. No, la paz es el fruto de la justicia. Mientras no haya justicia no habrá paz, por eso dice el Espíritu Santo, la justicia y la paz se besan. Es necesario trabajar por la justicia para que pueda haber paz entre los hombres. […] Una justicia de Dios, la santidad de Dios en medio de los hombres. Hermanos, llénense de esperanza, de paz y de alegría de una reconciliación profunda en el interior que nos lleve a un cambio social. Es necesario luchar para que Cristo vuelva a reinar para que nos lleve a buscar un cambio social […]”
Una música de banda desafinada se escucha al salir del templo. La familia empuja el féretro hasta la carroza y ahí su padre por fin estalla. Se une a la banda y canta: “Gabino Barrera, no entendía razones andando en la borrachera, cargaba pistola, con seis cargadores, le daba gusto a cualquiera…” “¡Era la canción de mijo, carajo!” Después, por fin, comienza a llorar. Un llanto silencioso. Su hijo Arón, era el cuarto de seis. Todos universitarios. Todos bien “bragados” como dice la canción. Hasta Elisa, la única mujer, que al despedir a su hermano se dirige a todo la gente arremolinada afuera del templo: “No tenemos de que avergonzarnos. Tenemos la frente en alto. Porque mi hermano sólo hacía su trabajo y lo que le dictaba su conciencia. Estamos orgullosos de él”.
A un mes de que asesinaron a Arón, su esposa y sus hijos viven en Texas. Allá fueron a dar, después de que ella hiciera una venta apresurada y dejara algunas cosas “encaminadas”. El pánico la venció. Abogada igual que su difunto marido, creen que recibió alguna advertencia. Aferrada a sus pertenencias, buscó algún interesado en comprarlas. Juntó el dinero que pudo, a sus tres muchachitos y huyó.
- “Es como si hubiera pasado un vendaval que arrasó con todo”, dice con voz enronquecida la madre de Arón.
- “En 30 días, de mi muchacho no queda nada. Ni siquiera sus cenizas. Se las llevó su mujer”.
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